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Cultura del desapego

Mónica Lowick-Russell

El santiaguino circula por la capital ensimismado en su rutina, marcando el paso sobre el piso asfaltado de una urbe que ruge historia, contrastes y hermosura. La Cordillera pasa inadvertida en el paisaje, ese que muchos llegan a fotografiar. Valiosas obras arquitectónicas y artísticas se desmoronan a vista y paciencia de los transeúntes. Indiferencia.
Una partida de ajedrez en plena Plaza de Armas. Un mote con huesillo bien frío en la punta del cerro San Cristóbal. La vista panorámica desde los pies de la Virgen. Un café en Lastarria y hoy, hasta un plato de sushi en Bellavista. Un terremoto, y su respectiva réplica, en La Piojera. Una paila marina en el mercado y una sopaipilla en República. La sombra de los árboles del Parque Forestal, Ícaro y Dédalo en el frontis del Museo de Bellas Artes. Todo esto es Santiago, y tanto más.
Paul Vidal de la Blache, geógrafo francés, dijo de la ciudad que “la naturaleza prepara el sitio, y el hombre lo organiza de tal manera que satisfaga sus necesidades y deseos”. Sin duda, Pedro de Valdivia habría coincidido con Vidal de la Blache cuando, el 12 de febrero de 1541, eligió el valle del Mapocho para fundar oficialmente la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo.
Casi 500 años han transcurrido y Santiago, evidentemente, no es la misma. Ha caído y resurgido, se ha construido y demolido. Reiniciando incontables veces una nueva historia. Así, podríamos decir que la memoria histórica de Chile, en la constante línea del tiempo, es de corto plazo. 
El santiaguino que circula ensimismado por la capital, no sólo no escucha a su ciudad, sino que la destruye, la contamina, la afea. Y, mientras el tiempo pasa, la modernidad se va estrellando con una, poco protegida construcción patrimonial, y en cada esquina de lo que va quedando de historia, se levantan gigantes de espejo y concreto que ensombrecen al legado arquitectónico y con él, la memoria de una comunidad. La contaminación y destrucción son parte y constante de la historia diaria del Gran Santiago.
¿Será el olvido de las etapas originarias las que hacen de esta ciudad, una eternamente nueva? ¿Será que el chileno simplemente no valora su patrimonio? ¿O será víctima de una historia marcada por la reconstrucción y no la preservación?
Cuenta la historia de Chile que, meses después de la fundación de Santiago del Nuevo Extremo, Pedro de Valdivia enfiló junto a sus soldados hacia el sur. Momento que marcaría el comienzo de la Guerra de Arauco. Mientras, Santiago quedó a merced del cacique Michimalonco y sus huestes, quienes, luchando por recuperar las tierras que les pertenecían, atacaron la incipiente urbe. El 11 de septiembre de 1541, la naciente ciudad fue destruida. Un pueblo ya había sido despojado de sus tierras, y ese día sería la primera de muchas reconstrucciones que tendrían que emprender los nuevos chilenos.
Pero no sólo el choque cultural empujó al chileno a un ánimo de reconstrucción y de despreocupación por preservar lo material, símbolos de la comunidad y su historia. Más de 102 sismos y terremotos han azotado al territorio chileno desde que los colonos españoles comenzaron a llevar registros. El primero: 8 de Febrero de 1570, alrededor de las nueve de la mañana, la celebración del miércoles de ceniza fue interrumpida en Concepción por un fuerte terremoto que derrumbó la mayor parte de la ciudad, a sólo veinte años de su fundación.
Por su ubicación sobre una falla geológica, Chile ha sido y seguirá estando siempre en inminente peligro de las fuerzas de la naturaleza.
Así, desde el comienzo de la construcción de Santiago y del país, la historia ha generado quizás una cultura del desapego y la poca valoración por el patrimonio, manifestada hoy en esculturas y fachadas antiguas bombardeadas por graffitis, casi nulo presupuesto gubernamental para restauración y la innegable voracidad de lo moderno abalanzándose sobre las agonizantes calles de adoquines y las casas de un solo piso. Enfrentamos una afición por la reconstrucción en desmedro de la preservación.
León Battista Alberti, arquitecto italiano, acuñó la frase “La solidez de las instituciones se puede medir por la solidez de los muros que las cobijan”. ¿Acaso la labor de nuestros organismos posee la misma inestabilidad que las híbridas construcciones en las que funcionan? Y si es así, el chileno que afea y destruye, ¿no está socavando las mismas bases de nuestra institucionalidad?
Walt Whitman dijo que “la ciudad es la más importante obra del hombre, lo reúne todo y nada que se relacione con el hombre le es ajeno o indiferente”. Una frase que, de imprimirse con mayor convicción en la cultura del santiaguino y el inconsciente colectivo, fortalecería ese rugido de la ciudad historia, la ciudad identidad, la ciudad propia.