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Vida de perros, cuando el transporte público les sirve a todos

Patricio Madrid Ch.

Si no se tiene vehículo, desplazarse por la ciudad puede tornarse una compleja operación para cualquiera. Con esto del Transantiago hay que programarse. Primero, estimar la hora de salida, después saber en qué paradero ubicarse, luego aprenderse el número del recorrido que se va a usar y ya ubicado en el lugar correcto, encomendarse a la fortuna de dar con un conductor prudente que te permita desplazarte dentro del bus sin terminar en el suelo. Todo eso para, al final, calcular con anticipación el toque del timbre para bajar. No vaya a ser que el conductor no se detenga y termine parando unas cuatro cuadras más adelante.
Porque ya no es como antes, cuando estaban las amarillas, que era bastante más libre decidir el lugar para bajar y subir, aunque generalmente nunca era el sitio que uno pedía, sino el que al conductor le daba la gana que fuera. Entonces, tenías dos caminos: bajarte frustrado y mascullar recuerdos para la familia completa del conductor hasta la tercera generación o reclamarle en su cara por la falta de respeto a tus derechos ciudadanos. En este último caso por cierto, debías estar preparado para recibir la andanada del dialecto chileno más castizo como respuesta.
En fin, ya no es tan como antes. Tampoco si viajas de noche en transporte público. Porque si de día a veces tienes la sensación de esperar una eternidad por el bus, cuando la ciudad comienza a dormirse te vuelve el alma al cuerpo con la aparición del recorrido que te llevará a tu casa, tu trabajo, o en el mejor de los casos, al evento social comprometido en tu agenda.
En esa última alternativa me encontraba una noche de viernes, en Compañía con Cumming, apostado frente a la señal de parada respectiva, esperando que alguno de los servicios allí descritos se detuviera para llevarme unas pocas cuadras más hasta el centro de Santiago.
Hacía frío y para aminorar la espera observaba el ir y venir de los motoristas repartepizzas del local Domino´s, levantado justo detrás de la parada en esa misma esquina. Apenas uno de ellos ingresaba desde la calle hacia la cocina, por el mismo pasillo salía otro con el pedido listo para entrega. Pensaba en lo mucho que se come pizza en el sector y en lo bien que me vendría un trozo, cuando percibí a la distancia la aproximación de un bus.
Sería el frío o el apetito de pizza, lo cierto es que el tiempo transcurrido hasta que el bus llegó al paradero me pareció una eternidad. Quizás también porque debí esperar a tenerlo encima para saber que era un 508. El 5 y el 0 venían prendidos en el letrero electrónico, pero el 8 estaba apagado. Se detuvo en la esquina y el reducido grupo de personas que aguardaba, entre ellos yo, subió al bus.
Hay espacio a esta hora en los buses. Quizás demasiado si los comparas con los pocos asientos que ahora tienen,  además que  todos permanecen ocupados. Así que me acomodé frente a una de las puertas de salida, más o menos en una zona donde pudiera sujetarme bien en caso de frenadas.
Siguiente paradero: Plaza Brasil. No hay artesanos ni feria, sólo otro pequeño grupo de personas aguardando el bus. Algunos suben y una pareja que se mantiene en la puerta comienza a conversar con el conductor, indecisos, tratando de averiguar a punta de preguntas si ese bus los llevaría a donde querían. Finalmente deciden subir y junto a ellos lo hace un perro. Un setter irlandés venido a menos. Se le nota la calle en el cuerpo al pobre. Escuálido y con pelones en el lomo se sube con esa prestancia que da el vivir a la intemperie y avanza a “pata” firme por el pasillo. El conductor cruza la mirada con la pareja y entiende que el perro no viene con ellos. El can atrae la vista de los pasajeros en la medida que avanza, mientras el conductor se voltea y le grita desde el asiento: “¿y tu bip?”.
Reina el desconcierto mientras el conductor vuelve a alzar la voz: “¡Qué alguien le pague el pasaje por favor!” La expectación de todos se concentra sobre el can. Ni el conductor reanuda la marcha, ni los pasajeros dejan de mirar al perro. Éste, en absoluto dominio de la situación, llega hasta el final del bus y desanda el camino por el pasillo. Se abren las puertas pero el setter no tiene intención de bajar. Rendido, el conductor inicia el camino y ahora el desconcertado es el perro. Apura el tranco y cerca de la puerta delantera se aferra con las cuatro patas para no perder el equilibrio. Ni los pasamanos ni los asientos le sirven. Es el mismo ejercicio de miles de personas que en las horas de mayor demanda, apretados unos contra otros, intentan sujetarse de alguna parte para no caer al suelo. Claro que en este caso el chofer se apiada y a las dos cuadras se detiene y abre las puertas. El perro duda un instante y baja rápidamente, mientras todos los pasajeros vuelven a respirar.
 El ambiente del bus retoma su dinámica y se detiene en el próximo paradero, donde otros escasos pasajeros suben y, para sorpresa de todos, el setter vuelve a abordar, pero esta vez por una puerta secundaria. De nuevo hay risas y expresiones de asombro. Pero el perro, que parece aprender la lección más rápido que el hombre, va directo hacia la parte delantera y se ovilla junto al conductor. El hombre lo mira y algo le dice que no alcanzo a entender. Apenas termina de hablar, la marcha se reanuda y en la parada siguiente yo me bajo y la pareja que subió con el perro también. Nos quedamos mirando y preguntándonos hasta dónde llegará el perro. Probablemente lo hará hasta Peñalolén y si la suerte lo acompaña, quizás abandone la calle para transformarse en la nueva mascota del Terminal.
Suerte para el perro que exista Transantiago. Con las amarillas, no hubiera tenido posibilidad de subir los peldaños, aunque hubiera llevado la plata para el pasaje.