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Nuestras santas familias

Santas familias

Patricio Madrid

De cuando en vez, porque quizás les interesa la noticia o simplemente porque es necesario llenar la pauta del día, algún medio nacional consigna una que otra información -de cualquier rincón del mundo- alusiva a los gays y lesbianas.

Con un llamativo título que contenga la palabra “homosexual”, la prensa nacional da cuenta desde parejas de pingüinos del mismo sexo que deciden empollar juntos un huevo en un zoo europeo, hasta lo que podrían considerarse “victorias” individuales o colectivas en el reconocimiento de los derechos civiles.

Entre estas últimas, una de las más recientes fue el fallo de la Corte Constitucional alemana, invalidando la decisión de un tribunal regional que prohibió a una lesbiana adoptar el hijo de su pareja. El argumento se basaba en que la ley de adopción era anticonstitucional, al poner en igualdad de condiciones los derechos del padre biológico con los de la pareja del padre o la madre.

No bastó ni el consentimiento de la pareja lésbica ni del propio padre biológico para la adopción. Hubo de intervenir el máximo tribunal germano para revertir el fallo, sosteniendo que la relación biológica no debía primar sobre “la comunidad de responsabilidad socio-familiar”.

Esta noticia, que podríamos celebrar como un final feliz, no puede sino traerme a la mente una historia similar en nuestro país, pero con un desenlace distinto: el caso de Karen Atala.

Jueza de la República y lesbiana, en el año 2004 como resultado de una demanda interpuesta por su esposo – también Juez –, perdió la tuición de sus tres hijas. A diferencia del caso alemán, la historia en Chile fue al revés; tanto el tribunal local como la Corte de Apelaciones fallaron a favor de Atala; pero fue la Corte Suprema la que estimó como un “perjuicio” (siempre sonó a más prejuicio) para las menores la convivencia de su madre con Emma de Ramón, su pareja hasta el día de hoy.

Cinco años han pasado desde ese episodio y Atala aún mantiene la disputa judicial; ya no sólo por la tuición de sus hijas, sino por la evidente discriminación a raíz de su opción sexual. Seis meses después del cuestionable fallo de la justicia chilena, Karen y su pareja interpusieron una demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la que fue acogida como admisible en 2008.

Hoy Karen Atala sigue ejerciendo como Jueza de la República para el mismo poder que le enrostró su capacidad de ser madre y mujer que ama a otra mujer. Hace pocos meses y después de un voluntario silencio retornó su voz tanto a la prensa tradicional como a los medios de colectivos lésbicos y gays nacionales.

Con el Bicentenario del país encima, la discriminación institucionalizada sigue vigente, disfrazada y brutal. En este espacio de la cotidianeidad, no estamos a la altura de los países desarrollados con que veleidosamente nuestras autoridades políticas, culturales y económicas insisten en compararnos cada vez que se habla del mercado y los nuevos negocios. Tampoco a la altura de Argentina o Brasil, naciones más cercanas y con muestras, al menos, de una mayor disposición a discutir sobre el tema.

La primera mujer Presidenta en Chile, también decidió mirar al lado y endosó al Parlamento la discusión que se ha tornada bizantina -como tantas otras- sobre el proyecto de Pacto de Unión Civil, la bandera de reivindicación con que buscó captar los votos de gays y lesbianas durante la pasada campaña presidencial.

Que decir de los actuales candidatos a La Moneda con mejores posiciones en las encuestas. Hoy prometen lo mismo que Bachelet hace cuatro años. Habrá que ver si una nueva crisis económica global, la cesantía o alguna catástrofe natural no serán utilizadas para desplazar lo que en un momento de la campaña pareció ser una prioridad. De hecho, el sólo acto que aparezcan promoviendo la iniciativa da cuenta que al menos en la administración que termina, el proyecto no saldrá del coma.

Parece que en Chile habrá que conformarse con burbujas de ilusión, con estos chispazos (del tipo sobrecarga de voltaje) de tolerancia y apertura mental. Con gestos de exagerada amabilidad y de saludo a la bandera como las recientes y poco mediatizadas ordenanzas de las municipalidades de Santiago y La Serena que garantizan la no discriminación contra diversos sectores sociales calificados como “minorías”, entre ellos, homosexuales y lesbianas, a la hora de ser atendidos o requerir beneficios municipales, además de la promoción de actividades edilicias en contra de la discriminación.

A 200 años de lo que se ha remarcado en llamar “vida independiente” aparece como necesario, casi imperativo, dejar por escrito que al menos en un municipio no se puede menospreciar a alguien por su orientación sexual. ¡Qué ironía! Con suerte podríamos esperar que 18 municipios del país adopten la medida en los próximos años, pues ese fue el número de candidatos a alcaldes que suscribieron esta iniciativa del MOVILH de Rolando Jiménez, durante las pasadas elecciones municipales.

Cabe preguntarse qué seguirá pasando en los otros 300 municipios del país. Podríamos regocijarnos mirando el vaso medio lleno (aunque con suerte alcance para un octavo). Pero creo es más prudente y realista mirar la mitad vacía. Con esas cifras podríamos llegar al Tricentenario repitiendo la misma estrofa y quizás varias generaciones más pasarían antes de ver ampliarse la medida al mundo privado y a la educación.

Por hoy hay que contentarse con estas vidas de burbuja entre Plaza Italia y Matucana y entre Las Compañías y Peñuelas. Con una ampliación del armario, tipo walkin’ closet. Con estos ghettos administrados por funcionarios de sonrisa y amabilidad obligada que garanticen una atención personalizada. Fuera de sus límites, cualquier cosa puede pasar.

Porque así funciona este país, instigando la doble vida y generando más y más reductos para unos y otros. A los homosexuales y lesbianas, por ahora un par de comunas donde crean que pueden respirar con más aire, tomarse de la mano, ir a bailar o pasear el perro por el parque. Pero nada más. No vaya a ser que este país se corrompa por unos pocos. Por esa minoría que una vez al año puede marchar por la Alameda, entre banderas, pancartas y música. Como una postal hecha a imagen y semejanza de la televisión; que muestran a un Chile tolerante y diverso. Con eso basta. Lo demás puede parecer libertinaje y nuestra sociedad, amante de la familia, la tradición y el buen vivir, no está para esas cosas.